martes, 6 de diciembre de 2011

Dices miedo por Dauno Tótoro Taulis

Conocí a Eugenia Prado hace bastantes años, cuando un grupo de dementes, entre los que nos encontrábamos ambos, pretendimos realizar una obra que conjugara literatura, cine, plástica, mimodrama, animación, música, espacios surrealistas y viajes a la muerte, de ida y regreso. La experiencia fue un delirio que terminó con todo el mundo completamente confundido y entusiasmado. El entusiasmo radicaba en la certeza que la obra de arte había consistido precisamente en diseñarla e imaginarla hasta su último detalle; la confusión fue la expresión de nuestra incapacidad para poner esa amalgama de elementos sobre un escenario y ante el público.
Pero no nos dio miedo, lo que se dice miedo. Y descubrimos, pasmosamente, que éramos ajenos a ese miedo entendido como la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario.
Y es que el miedo puede ser una reacción de salvataje que nos obligue a no realizar acciones o a no frecuentar sitios o personas que, habiéndolo sabido en carne propia en el pasado, arriesguen nuestra integridad, nuestra vida, nuestros deseos.
Pero el miedo, cuando se enquista en lo imaginario, se transforma en un absurdo, en una pesadilla, en un par de zapatos de clavos que, a diferencia de aquellos que nos sirven para correr más de prisa sobre la pista de recortan, nos paralizan pues las púas hirientes están claveteadas con el filo hacia el interior del calzado.
Hay, en mi entorno, casos de miedos asombrosos. Érase una vez una señora que sentía no sólo miedo, sino pavor del más desatado hacia las arañas. A tal punto, que era de muy mal gusto pronunciar la palabra araña en su presencia. El miedo creció a tal grado que hubo una época, hacia el final de sus días, en que incluso la letra A estaba prohibida. Afortunadamente, llamándose Inés Moreno, con ausencia total de la letra A en su nombre, no se temía a sí misma, muy por el contrario. Pero, ¡ay de quien le dijera Inecita!
Y otra señora, también del círculo familiar, tenía tal miedo a salir de su habitación (en la que se mantuvo encerrada durante sesenta años), que sólo por la fuerza sus hijos y nueras lograron sacarla, de manos atadas a la espalda, a dar un paseo en auto por los potreros que circundaban Santiago. Durante el viaje, la señora Flora, percatándose del error de su fantasía tenebrosa, disfrutó como chiquilla del paisaje y del espacio a través de la ventanilla del auto. Eufórica y valiente, pidió que detuvieran la máquina, pues quería hollar el suelo del mundo con sus propios pies. Al salir del vehículo, ni bien dio dos pasos, cayó de bruces en un canal de aguas putrefactas, fracturándose la cadera. Su único comentario fue “cabros de porquería… ¡¿Por qué mierda me amarraron las manos!?”.
Y luego hay miedos absurdos y científicamente denostables, como el miedo al futuro, al pasado o al presente… tres situaciones inexistentes; eso es tenerle miedo a nada pues en el momento en que el miedo al presente nos asfixia, vivimos ya el pasado; y si es el futuro el que nos aterra, al sentirnos angustiados estamos ya en el presente, que ya es pasado.
Pero ahora estamos aquí para hablar de otro miedo, el miedo a la soledad, el miedo al estar solos, el miedo a no ser. Ese que ustedes, con su presencia, invalidan por completo.

Dauno Tótoro, escritor, guionista y editor, 2011

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